Relato ganador del I Concurso de Relato Corto de La Habitación Propia
Por Irene Alcedo
No quedan rincones en esta ciudad en los que las
sombras se puedan esconder. Nos conocemos todas las cicatrices, compartimos
talones de Aquiles en todos los adoquines y dibuja mi rutina. Rutina…
Siete y media de la mañana y sonó el despertador. Volvíamos
a las andadas, la ciudad y yo. No llegaba al medio siglo ni de puntillas y ya tenía
decidido los caminos a los que darles la espalda. Me he condenado a una rutina
inquebrantable destinada a una meta que no sé si es a la que quiero llegar,
pero es la única estación en la que voy a encontrar un tren que me lleve al
mundo, llevando sólo el futuro como objeto más preciado en mi mochila. No
obstante, mi futuro más cercano se encierra entre las cuatro paredes de este
templo literario que vulgarmente se le conoce como biblioteca. Aquí, en mi
refugio favorito, me dedicaba a construir el cohete que me disparará a la
libertad. Dicho de otra manera: estudiaba unas oposiciones para algo nada
relacionado con las letras, pero que me traerá el cambio que mis días llevan
pidiendo a gritos desde que erré en transformar mi pasión en mi profesión.
Después de horas para aprender a diferenciar entre
las diferentes clasificaciones del Derecho, guardé los apuntes y llegó mi
momento de respiro. Me dejé seducir por las historias que esconden cada libro
detrás de su portada. Imaginaba las aventuras que esconderían unos y otros tan
sólo por el título; cada libro es una sorpresa, por eso nunca he querido saber
su argumento antes de atacarlo por mi cuenta. Como suele suceder, mi vista se detuvo
en un título que me atrapa. Esta vez, Del
amor y otros demonios me obligó a detenerme, preguntándome cuáles serán
esos otros demonios de los que podría hablar García Márquez. Porque, al fin y
al cabo, el amor…
Sonó la alarma que me avisó de que ya iba siendo
hora de salir, que el día aún no había acabado y seguía teniendo obligaciones. Con
un nuevo libro en la mochila, me dirigí al coche y empecé a arrancar mientras
en el reproductor sonaba la canción que decidió el azar que me acompañase: The show must go on. Un amago de sonrisa
relampaguea mi rostro. No suelo sonreír, pero las casualidades de este tipo no
me dejan alternativa. Al fin y al cabo, este baile de máscaras que llevo
conmigo misma y los que me rodean debe continuar.
Entré en esa pequeña calle con nombre de poeta,
aderezada con naranjos sin vistas al mar. Después de meter el coche en el
garaje, me preparé para la rutina de reproches y discusiones. Puse un pie en
casa y ya me llegan los gritos desde la cocina. A saber qué había olvidado ya…
Me esperaba en las escaleras un rubio con los ojos
color miel, que vino corriendo a saludarme como nunca nadie lo hará. Grande,
peludo y baboso, pero me dejé querer por él, uno de los momentos de luz del
día. Una comida rápida repleta de hidratos de carbonos prometía darme lo que necesitaba
para otra dura tarde de entrenamiento. Antes de salir, mi mente me pide siempre
un descanso, así que me sumergí en el libro de poemas que tenía a medio leer: Sonetos del amor oscuro. No creo en el
amor, pero me gusta cómo lo definen grandes poetas por mí.
Huye de mí,
caliente voz de hielo,
no me quieras
perder en la maleza
donde sin fruto
gimen carne y cielo.
Las cuatro y media y, como siempre, la poesía me hizo
llegar tarde a mi compromiso con el corpore
sano, porque la mente ya la había cultivado durante todo el día. Hay cosas
que nunca cambiarán: en la avenida principal de una ciudad no demasiado grande,
todos los semáforos me detienen. En el primero, odio con fuerza la rutina. En
el segundo, en un ataque de rebeldía en contra de la rutina, cambio la emisora
de radio. En el tercero, me percato que si todos los días cometo la misma
subversión, acaba siendo rutinaria. En el último, suspiro y levanto la vista.
Esta ciudad vive estancada en el tiempo, siempre parece que va a llover aunque
luego no lo haga. Mientras aparcaba en el gimnasio, me mentalicé a que todo
será igual que ayer, nada diferente. Siempre me gusta hacer los ejercicios en
el mismo lugar, apartada del resto, para ser yo sola con mi cuerpo y que no me
distraigan conversaciones banales. Sin embargo, ese día mi sitio estaba ocupado
por un culturista al que parece que le quedan siglos para acabar sus
ejercicios. Elegí un sitio cualquiera, sin tener en cuenta dónde estaba situado
y me preparé para seguir. Esta vez lo que veía no era la blanca pared con el
póster que conocía de memoria, sino la máquina de pesas, vacía.
Y entonces…
Como si se anticipara a lo que iba a pasar, comenzó
a sonar Summer Sunshine en mi
reproductor mientras aparecía ella. Era una completa desconocida y sólo la veía
de perfil mientras hacía sus pesas. Sincronicé mis ejercicios con los suyos
para poder conocerla mejor. En cada abdominal veía su mirada en un horizonte
que quedaba lejos del mío. Algo me decía que me iba a cambiar la vida: me había
visto reflejada en sus ojos y, aunque aún no sé qué verían en los míos si
alguna vez se veía, sabía que quería que se viera. Estudié cada centímetro de
esa desconocida o, al menos, de lo que entraba en mi campo de visión desde la
posición en la que me encontraba. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero
cuando ella se levantó me di cuenta de que había perdido la cuenta de los
abdominales que llevaba. Algo me decía que mañana dolerían.
Mejor dar por terminados mis ejercicios, que después
del sobresfuerzo me podría lesionar y eso era contraproducente. Lo mejor sería
no pasar por los vestuarios y ducharme en casa, así tenía tiempo para repasar
un par de temas antes de desconectar completamente.
Si hubiera
sabido que ella me esperaba en los vestuarios, no me lo hubiese pensado. Pero
me esperó y como nunca aparecí, decidió dejarse en manos de las casualidades de
los caminos cruzados y el azar.
La vuelta a casa fue tan tranquila como la ida.
Después de estudiar un rato, me dispuse a cenar para luego dormir pronto, que
me esperaba la misma rutina en unas horas. La desconocida desapareció
totalmente de mis pensamientos desde que dejé de verla en el gimnasio.
Como siempre, me traicionaron los cinco minutos de
más y tuve que salir corriendo. Desayuno en mano y pies volando. Después de
saltarme tres semáforos y casi atropellar a dos peatones, me encontré de bruces
con una puerta totalmente cerrada. Mi incredulidad me hizo mirar corriendo el
correo para encontrar alguna respuesta. Efectivamente, apareció en forma de
telegrama: “mañana no tendremos clases, motivos personales”. Un bufido salió de
mi boca y un “¿ahora qué?” resonaba en cada rincón de mi mente. Rápidamente, reorganicé
mi día: pasaría la mañana en el gimnasio y luego me pondría a estudiar en la
tranquilidad de la tarde. Después de la rueda de ejercicios habitual, decidí
pasarme por los vestuarios para así tener más tiempo en casa. Mientras me terminaba
de vestir y mi mente divagaba en recuerdos que abrían heridas en lugar de
regalar flores, escuché a mi espalda: “Del
amor y otros demonios, disfrútalo, pero que no te muerda.” Cuando me di la
vuelta, me encontré de frente con una chica alta, la misma de ayer. Tendría mi
edad y su rostro me parecía familiar. No entendí el comentario y eso se reflejó
en mi cara, por lo que la chica señaló con la cabeza mi bolso, de donde asomaba
una esquina del libro que había cogido el día anterior de la biblioteca. Con un
“suerte” pronunciado directamente a los ojos se volvió a esfumar. Diez minutos
después de su salida recuperé poco a poco el habla. No la conocía, no sabía de
dónde había salido, pero mis palabras se escapaban con ella cuando se dejaba
ver.
A partir de ese día, la imagen de esa desconocida
empezó a perseguirme. Me sorprendía imaginándome su historia donde descubría
quién era, de dónde venía, cuál era su lado favorito de la cama o qué le
gustaba desayunar. Cambié incluso mis horarios de entrenamiento para así poder
volver a encontrármela. No sucedió nada, así que me rendí: volví a la rutina
que tenía antes de que ella apareciera en mi vida. Poco a poco la fui
olvidando, fue desapareciendo de mi mente.
Había pasado un mes y la vorágine de sucesos
hicieron que mis libros fueran mi única compañía y que la biblioteca, el único
lugar en el que se me podía encontrar. Las oposiciones estaban a la vuelta de
la esquina y no había nada más que ocupara mi mente. Ni siquiera me paseaba ya
entre los estantes de la biblioteca, aún me acompañaba aquel libro de García
Márquez que no tenía tiempo de leer.
Ese día, como todos, salí de la biblioteca dispuesta
a volver a casa para seguir con mi rutina intensiva. Cuando puse en marcha el
coche, un sonido me sacó de mis pensamientos. Alguien me había vuelto a coger
el coche y me había dejado el nivel de gasolina en reserva. Después de soltar
un listado de improperios que ni siquiera era consciente de conocer, llegué a
la gasolinera. Mientras repostaba, pensaba en todas las aventuras que habría
podido vivir con el Kia Picanto de no ser por mi falta de decisión. Suspiré al
tiempo que retiraba la manguera. Cuando volvía de pagar, escuché un grito a mis
espaldas que me obligó a pararme. “Llevas la mochila abierta, se te ha caído
esto.” No me lo podía creer, había vuelto a aparecer la desconocida. Esta vez
tuve la decencia de responder un “gracias” susurrado. Con un “atenta al final
del libro” se fue montada en una Kawasaki de 250 cilindradas. Otra vez se me
escapaba sin saber de ella más que lo que veía.
Estos juegos del azar estaban alterando mi salud
mental y mi capacidad para llevar las riendas de mi futuro. De vuelta a casa,
cualquier intento de concentración era imposible. No paraba de mirar a mi
mochila sabiendo qué contenía. Seguir mirando una legislación que no me
aportaba nada en ese instante no tenía sentido. Así que me levanté y me dirigí
directamente a la cama. Abrí el libro por donde lo había dejado y decidí
continuar leyendo, ya que estaba tan sólo a treinta páginas del final.
Siempre me gusta ver qué hay después de la última
página: cuándo y dónde fue impreso y si coincidió con una fecha especial.
Estaba leyendo tal información cuando las letras empezaron a desaparecer.
Imaginé que era fruto del cansancio, así que me froté los ojos por debajo de
las gafas. Al volver a abrirlos no solo había desaparecido la letra impresa,
sino que había aparecido un mensaje manuscrito: Las ocasiones perdidas también muerden. A estas enigmáticas
palabras les sucedía una dirección y una hora. Inexplicablemente, algo me
impulsó a no dejar pasar la ocasión de descubrir qué había detrás de ese
mensaje. Aparecí en el parque en el que se me citaba cinco minutos antes de lo
citado. Me senté en un banco y saqué del bolso el libro, no podía dejarlo en
casa después de tal revelación. Ensimismada en el mensaje, en la caligrafía y
en la intriga, escuché una voz que reconocía a la perfección: “Si aquel día no
hubieras cambiado de sitio en el gimnasio, nada de esto estaría pasando”. Mi
mente se quedó en blanco al ver aparecer a la desconocida. Intenté recuperar el
habla mientras ella se sentaba lentamente a mi lado.
“Si bien es cierto que somos producto de las
casualidades, ¿dónde van todas las ocasiones perdidas? ¿Qué ocurre en el camino
de la derecha cuando decidimos coger el de la izquierda? ¿Y si nos esperaba
allí la vida y nosotros le damos la espalda? Cierto que estas ocasiones
perdidas por las casualidades son puramente azarosas, pero ¿qué ocurre con
todas esas ocasiones que dejamos pasar a sabiendas de que nunca volverán? ¿Conoces
esa sensación?”
Claro que la conocía, era mi día a día. Nunca he
sido lo suficientemente valiente como para arriesgarme cuando la partida no
estaba a mi favor. Por un futuro más estable, decidí dejar mi pasión por los
libros, aun teniendo un título en el bolsillo que me acreditaba para trabajar
con ellos. Destaqué en mi promoción y luego, aunque tenía miles de puertas
abiertas solo para mí, las cerré todas de un portazo para encontrar un futuro
más estable y sin pasión. Seguía una rutina para que nada se entorpeciera en mi
camino, nunca me salía de ella. Sabía que había una vida para los valientes,
pero esa valentía no era una de mis virtudes.
Lo único que se me ocurrió responder a tantos
ataques fue con otra pregunta: “¿Cómo sabes tú todo eso? ¿Quién eres?”
“Todo empezó cuando cambiaste de sitio en el
gimnasio, como te he dicho antes. Puedo parecer una intrusa en tu vida, pero lo
cierto es que es totalmente al contrario. Voy a revelarte la verdad: provienes
de la dimensión de las pérdidas, donde se almacenan todas esas ocasiones
perdidas y todos los recuerdos de los que nos deshacemos. ¿Nunca te has fijado
por qué tu cuarto está lleno de cuadernos repleto de mensajes que tú no has
escrito? Son los mensajes que nunca mandamos por miedo a romper la rutina, por miedo
a cambiar nuestra vida. Sin embargo, cuando rompiste tu rutina, te
transportaste a esta otra dimensión donde sí sabemos que vosotros existís,
aunque no suceda al contrario. Por eso te pregunto, ¿no me reconoces? Yo soy el
fruto de todas las ocasiones que perdiste por no desacomodarte, soy el
resultado de lo que no te atrevías a ser. Soy tú, así como tú eres yo. Somos la
misma esencia, pero distintas circunstancias.”
No podía creer lo que estaba escuchando, todo eso de
dimensiones sonaba a ciencia ficción, no podía ser cierto.
“Sé que no me crees, pero ahora tengo una mala
noticia que darte. No podemos coexistir en una misma dimensión. Una vez que nos
hemos encontrado, una de las dos tendrá que desaparecer. Las leyes de la
metafísica dictaminan que es el elemento intruso el que debe ser expulsado del
nuevo ámbito. Encantada de conocerte, causa perdida.”
Tras esas
palabras, un golpe seco retumbó en todo el parque. El libro que sostenía cayó
al suelo porque las manos que lo sostenían habían desaparecido para nunca más
volver a aparecer.