miércoles, 3 de junio de 2015

Las ocasiones perdidas

Relato ganador del I Concurso de Relato Corto de La Habitación Propia

Por Irene Alcedo


Tic tac.
No quedan rincones en esta ciudad en los que las sombras se puedan esconder. Nos conocemos todas las cicatrices, compartimos talones de Aquiles en todos los adoquines y dibuja mi rutina. Rutina…
Siete y media de la mañana y sonó el despertador. Volvíamos a las andadas, la ciudad y yo. No llegaba al medio siglo ni de puntillas y ya tenía decidido los caminos a los que darles la espalda. Me he condenado a una rutina inquebrantable destinada a una meta que no sé si es a la que quiero llegar, pero es la única estación en la que voy a encontrar un tren que me lleve al mundo, llevando sólo el futuro como objeto más preciado en mi mochila. No obstante, mi futuro más cercano se encierra entre las cuatro paredes de este templo literario que vulgarmente se le conoce como biblioteca. Aquí, en mi refugio favorito, me dedicaba a construir el cohete que me disparará a la libertad. Dicho de otra manera: estudiaba unas oposiciones para algo nada relacionado con las letras, pero que me traerá el cambio que mis días llevan pidiendo a gritos desde que erré en transformar mi pasión en mi profesión.
Después de horas para aprender a diferenciar entre las diferentes clasificaciones del Derecho, guardé los apuntes y llegó mi momento de respiro. Me dejé seducir por las historias que esconden cada libro detrás de su portada. Imaginaba las aventuras que esconderían unos y otros tan sólo por el título; cada libro es una sorpresa, por eso nunca he querido saber su argumento antes de atacarlo por mi cuenta. Como suele suceder, mi vista se detuvo en un título que me atrapa. Esta vez, Del amor y otros demonios me obligó a detenerme, preguntándome cuáles serán esos otros demonios de los que podría hablar García Márquez. Porque, al fin y al cabo, el amor…
Sonó la alarma que me avisó de que ya iba siendo hora de salir, que el día aún no había acabado y seguía teniendo obligaciones. Con un nuevo libro en la mochila, me dirigí al coche y empecé a arrancar mientras en el reproductor sonaba la canción que decidió el azar que me acompañase: The show must go on. Un amago de sonrisa relampaguea mi rostro. No suelo sonreír, pero las casualidades de este tipo no me dejan alternativa. Al fin y al cabo, este baile de máscaras que llevo conmigo misma y los que me rodean debe continuar.
Entré en esa pequeña calle con nombre de poeta, aderezada con naranjos sin vistas al mar. Después de meter el coche en el garaje, me preparé para la rutina de reproches y discusiones. Puse un pie en casa y ya me llegan los gritos desde la cocina. A saber qué había olvidado ya…
Me esperaba en las escaleras un rubio con los ojos color miel, que vino corriendo a saludarme como nunca nadie lo hará. Grande, peludo y baboso, pero me dejé querer por él, uno de los momentos de luz del día. Una comida rápida repleta de hidratos de carbonos prometía darme lo que necesitaba para otra dura tarde de entrenamiento. Antes de salir, mi mente me pide siempre un descanso, así que me sumergí en el libro de poemas que tenía a medio leer: Sonetos del amor oscuro. No creo en el amor, pero me gusta cómo lo definen grandes poetas por mí.
Huye de mí, caliente voz de hielo,
no me quieras perder en la maleza
donde sin fruto gimen carne y cielo.
Las cuatro y media y, como siempre, la poesía me hizo llegar tarde a mi compromiso con el corpore sano, porque la mente ya la había cultivado durante todo el día. Hay cosas que nunca cambiarán: en la avenida principal de una ciudad no demasiado grande, todos los semáforos me detienen. En el primero, odio con fuerza la rutina. En el segundo, en un ataque de rebeldía en contra de la rutina, cambio la emisora de radio. En el tercero, me percato que si todos los días cometo la misma subversión, acaba siendo rutinaria. En el último, suspiro y levanto la vista. Esta ciudad vive estancada en el tiempo, siempre parece que va a llover aunque luego no lo haga. Mientras aparcaba en el gimnasio, me mentalicé a que todo será igual que ayer, nada diferente. Siempre me gusta hacer los ejercicios en el mismo lugar, apartada del resto, para ser yo sola con mi cuerpo y que no me distraigan conversaciones banales. Sin embargo, ese día mi sitio estaba ocupado por un culturista al que parece que le quedan siglos para acabar sus ejercicios. Elegí un sitio cualquiera, sin tener en cuenta dónde estaba situado y me preparé para seguir. Esta vez lo que veía no era la blanca pared con el póster que conocía de memoria, sino la máquina de pesas, vacía.
Y entonces…
Como si se anticipara a lo que iba a pasar, comenzó a sonar Summer Sunshine en mi reproductor mientras aparecía ella. Era una completa desconocida y sólo la veía de perfil mientras hacía sus pesas. Sincronicé mis ejercicios con los suyos para poder conocerla mejor. En cada abdominal veía su mirada en un horizonte que quedaba lejos del mío. Algo me decía que me iba a cambiar la vida: me había visto reflejada en sus ojos y, aunque aún no sé qué verían en los míos si alguna vez se veía, sabía que quería que se viera. Estudié cada centímetro de esa desconocida o, al menos, de lo que entraba en mi campo de visión desde la posición en la que me encontraba. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero cuando ella se levantó me di cuenta de que había perdido la cuenta de los abdominales que llevaba. Algo me decía que mañana dolerían.
Mejor dar por terminados mis ejercicios, que después del sobresfuerzo me podría lesionar y eso era contraproducente. Lo mejor sería no pasar por los vestuarios y ducharme en casa, así tenía tiempo para repasar un par de temas antes de desconectar completamente.
Si hubiera sabido que ella me esperaba en los vestuarios, no me lo hubiese pensado. Pero me esperó y como nunca aparecí, decidió dejarse en manos de las casualidades de los caminos cruzados y el azar.

La vuelta a casa fue tan tranquila como la ida. Después de estudiar un rato, me dispuse a cenar para luego dormir pronto, que me esperaba la misma rutina en unas horas. La desconocida desapareció totalmente de mis pensamientos desde que dejé de verla en el gimnasio.
Como siempre, me traicionaron los cinco minutos de más y tuve que salir corriendo. Desayuno en mano y pies volando. Después de saltarme tres semáforos y casi atropellar a dos peatones, me encontré de bruces con una puerta totalmente cerrada. Mi incredulidad me hizo mirar corriendo el correo para encontrar alguna respuesta. Efectivamente, apareció en forma de telegrama: “mañana no tendremos clases, motivos personales”. Un bufido salió de mi boca y un “¿ahora qué?” resonaba en cada rincón de mi mente. Rápidamente, reorganicé mi día: pasaría la mañana en el gimnasio y luego me pondría a estudiar en la tranquilidad de la tarde. Después de la rueda de ejercicios habitual, decidí pasarme por los vestuarios para así tener más tiempo en casa. Mientras me terminaba de vestir y mi mente divagaba en recuerdos que abrían heridas en lugar de regalar flores, escuché a mi espalda: “Del amor y otros demonios, disfrútalo, pero que no te muerda.” Cuando me di la vuelta, me encontré de frente con una chica alta, la misma de ayer. Tendría mi edad y su rostro me parecía familiar. No entendí el comentario y eso se reflejó en mi cara, por lo que la chica señaló con la cabeza mi bolso, de donde asomaba una esquina del libro que había cogido el día anterior de la biblioteca. Con un “suerte” pronunciado directamente a los ojos se volvió a esfumar. Diez minutos después de su salida recuperé poco a poco el habla. No la conocía, no sabía de dónde había salido, pero mis palabras se escapaban con ella cuando se dejaba ver.
A partir de ese día, la imagen de esa desconocida empezó a perseguirme. Me sorprendía imaginándome su historia donde descubría quién era, de dónde venía, cuál era su lado favorito de la cama o qué le gustaba desayunar. Cambié incluso mis horarios de entrenamiento para así poder volver a encontrármela. No sucedió nada, así que me rendí: volví a la rutina que tenía antes de que ella apareciera en mi vida. Poco a poco la fui olvidando, fue desapareciendo de mi mente.
Había pasado un mes y la vorágine de sucesos hicieron que mis libros fueran mi única compañía y que la biblioteca, el único lugar en el que se me podía encontrar. Las oposiciones estaban a la vuelta de la esquina y no había nada más que ocupara mi mente. Ni siquiera me paseaba ya entre los estantes de la biblioteca, aún me acompañaba aquel libro de García Márquez que no tenía tiempo de leer.
Ese día, como todos, salí de la biblioteca dispuesta a volver a casa para seguir con mi rutina intensiva. Cuando puse en marcha el coche, un sonido me sacó de mis pensamientos. Alguien me había vuelto a coger el coche y me había dejado el nivel de gasolina en reserva. Después de soltar un listado de improperios que ni siquiera era consciente de conocer, llegué a la gasolinera. Mientras repostaba, pensaba en todas las aventuras que habría podido vivir con el Kia Picanto de no ser por mi falta de decisión. Suspiré al tiempo que retiraba la manguera. Cuando volvía de pagar, escuché un grito a mis espaldas que me obligó a pararme. “Llevas la mochila abierta, se te ha caído esto.” No me lo podía creer, había vuelto a aparecer la desconocida. Esta vez tuve la decencia de responder un “gracias” susurrado. Con un “atenta al final del libro” se fue montada en una Kawasaki de 250 cilindradas. Otra vez se me escapaba sin saber de ella más que lo que veía.
Estos juegos del azar estaban alterando mi salud mental y mi capacidad para llevar las riendas de mi futuro. De vuelta a casa, cualquier intento de concentración era imposible. No paraba de mirar a mi mochila sabiendo qué contenía. Seguir mirando una legislación que no me aportaba nada en ese instante no tenía sentido. Así que me levanté y me dirigí directamente a la cama. Abrí el libro por donde lo había dejado y decidí continuar leyendo, ya que estaba tan sólo a treinta páginas del final.
Siempre me gusta ver qué hay después de la última página: cuándo y dónde fue impreso y si coincidió con una fecha especial. Estaba leyendo tal información cuando las letras empezaron a desaparecer. Imaginé que era fruto del cansancio, así que me froté los ojos por debajo de las gafas. Al volver a abrirlos no solo había desaparecido la letra impresa, sino que había aparecido un mensaje manuscrito: Las ocasiones perdidas también muerden. A estas enigmáticas palabras les sucedía una dirección y una hora. Inexplicablemente, algo me impulsó a no dejar pasar la ocasión de descubrir qué había detrás de ese mensaje. Aparecí en el parque en el que se me citaba cinco minutos antes de lo citado. Me senté en un banco y saqué del bolso el libro, no podía dejarlo en casa después de tal revelación. Ensimismada en el mensaje, en la caligrafía y en la intriga, escuché una voz que reconocía a la perfección: “Si aquel día no hubieras cambiado de sitio en el gimnasio, nada de esto estaría pasando”. Mi mente se quedó en blanco al ver aparecer a la desconocida. Intenté recuperar el habla mientras ella se sentaba lentamente a mi lado.
“Si bien es cierto que somos producto de las casualidades, ¿dónde van todas las ocasiones perdidas? ¿Qué ocurre en el camino de la derecha cuando decidimos coger el de la izquierda? ¿Y si nos esperaba allí la vida y nosotros le damos la espalda? Cierto que estas ocasiones perdidas por las casualidades son puramente azarosas, pero ¿qué ocurre con todas esas ocasiones que dejamos pasar a sabiendas de que nunca volverán? ¿Conoces esa sensación?”
Claro que la conocía, era mi día a día. Nunca he sido lo suficientemente valiente como para arriesgarme cuando la partida no estaba a mi favor. Por un futuro más estable, decidí dejar mi pasión por los libros, aun teniendo un título en el bolsillo que me acreditaba para trabajar con ellos. Destaqué en mi promoción y luego, aunque tenía miles de puertas abiertas solo para mí, las cerré todas de un portazo para encontrar un futuro más estable y sin pasión. Seguía una rutina para que nada se entorpeciera en mi camino, nunca me salía de ella. Sabía que había una vida para los valientes, pero esa valentía no era una de mis virtudes.
Lo único que se me ocurrió responder a tantos ataques fue con otra pregunta: “¿Cómo sabes tú todo eso? ¿Quién eres?”
“Todo empezó cuando cambiaste de sitio en el gimnasio, como te he dicho antes. Puedo parecer una intrusa en tu vida, pero lo cierto es que es totalmente al contrario. Voy a revelarte la verdad: provienes de la dimensión de las pérdidas, donde se almacenan todas esas ocasiones perdidas y todos los recuerdos de los que nos deshacemos. ¿Nunca te has fijado por qué tu cuarto está lleno de cuadernos repleto de mensajes que tú no has escrito? Son los mensajes que nunca mandamos por miedo a romper la rutina, por miedo a cambiar nuestra vida. Sin embargo, cuando rompiste tu rutina, te transportaste a esta otra dimensión donde sí sabemos que vosotros existís, aunque no suceda al contrario. Por eso te pregunto, ¿no me reconoces? Yo soy el fruto de todas las ocasiones que perdiste por no desacomodarte, soy el resultado de lo que no te atrevías a ser. Soy tú, así como tú eres yo. Somos la misma esencia, pero distintas circunstancias.”
No podía creer lo que estaba escuchando, todo eso de dimensiones sonaba a ciencia ficción, no podía ser cierto.
“Sé que no me crees, pero ahora tengo una mala noticia que darte. No podemos coexistir en una misma dimensión. Una vez que nos hemos encontrado, una de las dos tendrá que desaparecer. Las leyes de la metafísica dictaminan que es el elemento intruso el que debe ser expulsado del nuevo ámbito. Encantada de conocerte, causa perdida.”

 Tras esas palabras, un golpe seco retumbó en todo el parque. El libro que sostenía cayó al suelo porque las manos que lo sostenían habían desaparecido para nunca más volver a aparecer. 

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